Hay que ponerle nombre a todo. «Coffee Ride» es como se le llama ahora a salir a dar una vueltita en bici y tomarse un café a mitad de ruta. Y quien dice un café… También se vale una tostadita o un chocolate con churros. Es un concepto que me mola mucho.
Reconozco que el título de esta entrada es capcioso, ciertamente. No me refiero a una mujer de avanzada edad sino a una bicicleta vieja. Pero no una cualquiera. No estamos hablando de una clásica (anda que no hay debate sobre lo que es clásico vs lo que es simplemente viejo). Tampoco estamos hablando de una bici que merezca mínimamente la pena para alguien que no sea yo porque el objeto de esta entrada es la primera bicicleta de montaña que tuve y de la que os hablaba, queridísimos lectores, en esta entrada hace unos meses.
No voy a volver a contar lo mismo que ya conté sobre la bicicleta, solamente decir que esta no es la que yo tuve porque la regalé pero es exactamente igual a mi primera bicicleta de montaña. Y, seamos sinceros, es una mierda pinchada en un palo pero me trae buenos recuerdos.
Me encontraba pasando unos días en la casa de Navalperal de Pinares y esta bici la tengo allí. Y cada día me decía que tenía que salir a dar un paseo con ella. Algo sin pretensiones, que ni yo tengo el cuerpo para fiestas después del palizón del desafío Leganés-Toledo ni la bici admite muchas virguerías. Así que esperé al sábado, que amaneció un día excelente, y me puse rumbo a Las Navas del Marqués para desayunar en el restaurante Magalia (me encanta) como un señor. Un coffee ride en toda regla, vaya.
Al principio de la ruta hay que subir un poquito y me lo tomo con calma. La bici pesa mucho y la corona más grande del casete de seis velocidades no es precisamente grande. Además se me sale la cadena para dentro al llevar la palanca de cambio (no son indexadas) más allá de lo que debía. Excelente excusa para bajarme de la bici y terminar de subir la cuesta caminando.
Luego vienen unos metros de llaneo que aprovecho para grabar los vídeos que veréis en esta entrada. Voy solo, es temprano, no tengo prisa, hace bueno… Estoy a un cuarto de hora de hacerme youtuber.
Una bajada por pista me recuerda que lo peor que tiene esta bici es que frena fatal de los fatales. No dejo la bici correr por miedo a tener que dar una frenada de emergencia y que los frenos no estén a la altura.
Agradezco rodar por un camino en buen estado porque al no tener horquilla de suspensión mis manos y antebrazos son las que se comen todas las irregularidades del terreno. Me afano por esquivar todo lo esquivable para no llegar a casa con dislocación mortal de muñecas.
A pesar de esto me sorprende lo cómoda que es. El sillín es de paseo, el manillar muy ancho y la postura no es en absoluto tumbada. Vamos, que por postura se aguantaría una buena tirada de horas encima de ella.
Recorro en un pis-pas los apenas siete kilómetros que separan un pueblo del otro. Encadeno la bicicleta en el aparcamiento del bar, bien a la vista, y me pido un cafelito con leche con tostadas que es el mejor desayuno que existe en el mundo (con permiso de los churros)
Tras pagar religiosamente (propina incluida) y tras hacer un recado emprendí la vuelta a casa. Me doy cuenta de que ya le voy cogiendo el puntillo a los cambios por fricción y cada vez soy más preciso. No obstante tendré que regular los topes tanto del desviador como del cambio trasero porque se sale la cadena.
Abuso del plato pequeño casi todo el rato. Me pregunto cómo era capaz yo de hacer rutas de 40 kilómetros (con poco desnivel, eso es cierto) con esta bicicleta a mis 14 años. La cosa es que es lo que había y yo estaba tan contento con ella.
Recorro los últimos kilómetros con mucha más confianza que los primeros y al llegar a casa le doy un buen manguerazo a esta vieja porque se merece descansar limpita. Dentro de unos meses, imagino, volveré a sacarla de paseo. A desayunar, a merendar o a tomar una caña, lo que sea. Despacito, sin pretensiones, que no está para muchos trotes. Y os lo volveré a contar a ver si sacáis una sonrisa como la que yo tengo en la foto de arriba.